En el parque que hay junto a nuestra casa, y al que da la ventana del cuarto donde trabajo, es fácil ver ardillas. A veces, cuando miro absorta en alguna idea por la ventana y mi mirada se cruza con alguno de estos roedores, me quedo observando su incansable movimiento, tan seguras por las ramas estrechas de los árboles. A menudo me pregunto si ellas también tendrán memoria colectiva, si compartirán historias de ardillas antepasadas, y cuántas generaciones atrás podrán remontarse.
Supongo que, si compartiesen la memoria familiar, ésta no podría viajar muchos años atrás, principalmente por el poco tiempo que viven las ardillas. Así que no creo que ninguna ardilla haya escuchado nunca ninguna historia que tuviera como protagonista a Eleuteria. Pero a mí me gusta fantasear con la idea de que sí, y que cuando las sorprendo, en realidad están asomándose por mi ventana para ver qué hacemos, y luego, al juntarse con otras ardillas, cuchichear entre ellas “fíjate, qué cosas hacen, ¡si los viera Eleuteria!”.
Y, la verdad, es que también me imagino con frecuencia a Eleuteria asomándose por nuestra ventana y dándole la risa al ver la lavadora en marcha, o al vernos durante horas trabajando pegados a unas pantallas, en vez de partiéndonos el lomo trillando. También debe extrañarle esa curiosa máquina que tenemos en el porche y que genera calor que circula por el suelo durante lo más duro del invierno.
Creo que, a pesar de las cosas raras que hacemos y que han mejorado nuestra vida como especie en un tiempo récord, la risa que imagino en su cara se debe a que ella, si nos viera, sentiría felicidad plena. Y aunque, sin duda, tiene que resultarle extraño que vivamos en una borda, que durante su vida fue hogar de gallinas y de pacas de paja, creo que pocas cosas la harían más feliz que el ver que la vida en su pueblo sigue, en parte gracias a ella.
Podría decirse que Eleuteria tuvo mala suerte. Porque nació en una época en la que vivir era más duro que ahora, sobre todo siendo mujer y rural. Yo conocí la mayoría de historias que se de ella durante el ecuador de mi embarazo, cuando mi cuerpo estaba bajo las órdenes de un carrusel de hormonas, y no pude evitar llorar la muerte de sus hijos, sentir el dolor de su vientre roto, de sus brazos vacíos, los escalofríos de su útero en el mío. Cuando mi hija nació, comprendí que, de haber nacido en otra época, yo podría haber sido ella.
Antes de que muriera, su vida y su memoria quedaron recogidas en un precioso libro titulado “Ajedrezado jaqués: la tradición oral del Piedemonte de Oroel según Eleuteria Blasco Ara”. Y a partir de sus palabras transcritas, fui conociéndola poco a poco. Luego supe de sus abortos y de los dos hijos que nacieron vivos y cuyas tumbas se levantan en el cementerio nuevo como discretos montículos, sin lápida, resistiéndose a caer en un olvido impuesto. Nosotros nos convertimos en los descendientes de su saga huérfana de prole y acabamos viviendo en la borda que levantaron primero los antepasados de Eleuteria, y que luego ampliaron los brazos de su marido, emparentados con los del mío.
Su vida fue dura desde antes de nacer. Porque antes de llegar al mundo, su padre murió de tifus, apenas cuatro meses después de casarse con su madre. Ésta se volvió a casar dos veces. Su segundo marido, al que Eleuteria llamaba papá, murió cuatro años más tarde de neumonía y “de nuevo, a los seis años, mamá se volvió a casar, para sacar la casa adelante, con uno de Navasilla, que me quería mucho pero que yo ya no lo llamaba “papá” sino “tío”. Era el tío Domingo. Así que ya pueden ver qué panorama teníamos…” Contaba Eleuteria en el libro…
Eleuteria no tuvo hermanos, y los hijos que nacieron duraron pocas horas en este mundo. Pero tuvo a su sobrino Julián, hijo de un hermano de su marido, que venía todos los años a pasar el verano con ellos y que cuidó siempre de ella como si fuera su madre, y Eleuteria le quiso como si fuera su hijo.
Los problemas de Eleuteria eran muy diferentes de los que puedo tener yo, o a mí así me parece. Porque era otro tiempo, y otras circunstancias y, por tanto, distintas prioridades. Su principal preocupación era encontrar heredero para una casa que parecía maldecida a no traer varones vivos a este mundo. Su segundo problema era ser mujer.
Cuenta Eleuteria en el libro que recoge su testimonio, que en los tiempos de Franco el entonces ministro de Agricultura, mandó una carta a todas las casas de Navasa “para ver si estaban conformes con su manera de llevar las cosas del campo”. Aunque en realidad, no escribió a todas las casas sino a los hombres de las casas del pueblo. La carta que le llegó a Aurelio, su marido, la respondió Eleuteria haciéndose pasar por él. “Le dije lo que me pareció más sensato” contaba Eleuteria en el libro. De todas las casas del pueblo, el Ministro solo respondió “agradecido” a la carta que había mandado Eleuteria y que no pudo firmar con su nombre, por el hecho de ser mujer.
La narración que hace Eleuteria en primera persona, y que recoge Enrique Satué, comienza así:
“Me llamo Eleuteria Blasco Ara y nací en Navasa el 18 de abril de 1922, así que tengo casi noventa años.
Este señor se llama Enrique, es marido de mi sobrina Teresa, cuñado de mi sobrino Julián y tiene interés de que le cuente las cosas antiguas de este pueblo.
Él dice que estas cosas tienen mucho valor, así que algún mérito tendrán… Me explica que hay que contar a los jóvenes el modo en que se vivía antes para que valoren lo mucho que tenemos bueno y no se lo dejen perder.
En fin, no sé qué saldrá de todo esto…”
Cuando lo releo pienso que, en cierta forma, de todo esto hemos salido nosotros, que leemos y releemos sus palabras, y hablamos a menudo de Eleuteria. Creo, que si Eleuteria pudiera vernos por el cristal, se dibujaría una felicidad infinita en su alma cuando viera a Treseta, su sobrina-bisnieta, la benjamina de un pueblo de poco más de cuarenta habitantes, en cuyas calles reinan las risas de los diez niños que viven en ellas. Una niña que llena de vida esta borda gracias a ella y a la que le enseñaremos, con todo el cariño y respeto hacia quienes pusieron estas piedras y trabajaron estas tierras, todas las cosas que aprendimos de Eleuteria, para que no se pierdan. Y mientras, seguiremos espiando a las ardillas, fantaseando con que ellas también cuentan cosas de Eleuteria.