Ya es otoño. Las hojas empiezan disimuladamente a mudar su color al amarillo, a caerse torpemente de las ramas, y poco a poco van confeccionando alfombras que cubren los caminos hechos de barro.
También caen sobre los tímidos muros, cubiertos por el musgo. Reconozco que me gusta observar sus piedras en cada estación: bajo las hojas del otoño, bajo la humedad primaveral, bajo el sol del verano…
Dentro de poco los puertos se cubrirán de nieve y se esconderán bajo ella los restos de las últimas mallatas: piedras ancestrales con las que alguien modificó el horizonte, un paisaje que se pierde año tras año bajo las adversidades climáticas, bajo las ortigas incontroladas, bajo un abandono que no tiene perdón.
Las mallatas: esos refugios pirenaicos para el ganado y las personas que cuidan de estos animales en las noches veraniegas a la intemperie. Compuestos por una caseta pastoril y un corral delimitado en algunos casos por una pared de losa, en otros, por bojes. En origen, parece que se extendían mallas para recoger al ganado, que luego, con la utilización de los mismos parajes año tras año, fueron sofisticándose empleando la piedra. Al otro lado del Pirineo, en la cara norte, nuestros vecinos gascones bautizaron a la mallata como “mallado”.

Pinturas rupestres de los Abrigos de Mallata en Colungo (Huesca) Imagen: Comarca de Somontano
Es curioso que algunas cuevas donde se han encontrado pinturas rupestres se llamen mallatas. Es el caso de los abrigos de Mallata en el Somontano de Barbastro, por ejemplo. Es fascinante que haya equipos de arqueología excavando en mallatas para descubrir nuestros orígenes. Para examinar esa evolución del Paleolítico al Neolítico. De ser cazadores-recolectores, a domesticar animales y semillas.
Hace poco me contaba un ganadero que hasta hace unos años, unas décadas, en su familia guardaban aún semillas de variedades forrajeras. De plantas nativas empleadas para cuidar al ganado. Luego se vencieron a la comodidad de comprar semilla mejorada. Me pregunto si aún quedarán semillas nativas en nuestros puertos, cerca de las mallatas invadidas por las ortigas y otras plantas nitrófilas que señalan el lugar donde un día hubo abundancia de estiércol y, por tanto, de nitrógeno, en medio de esta tierra ácida. Semillas descendientes de aquellas primeras plantas que nuestros ancestros, mujeres y hombres que transformaron el paisaje para levantar un hogar, domesticaron para poder plantarlas, recolectarlas y alimentar a sus animales. ¿Quedarán semillas que los animales transportaron a través de sus heces, su pelo o su lana hasta los altos puertos? ¿Podremos recuperar algún día todo ese patrimonio único que en algún momento decidimos perder?
Volviendo a las losas de las mallatas, me gusta soñar con su construcción. Con unas manos ásperas buscando la piedra, usando animales para transportarlas, y luego amontonarlas para construir una malla de losas para que el ganado no se escapara y donde fuera más fácil controlar a las alimañas.
Porque, aunque parece que hay quien cree que la traducción de refugio al aragonés es mallata, cuando en realidad es cubilar, aunque la mallata es, podríamos decir, un tipo de refugio: el lugar donde las personas que se dedicaban al pastoreo (pastoras, repatanes…) encerraban a los animales para protegerlos de las alimañas (entonces mucho más abundantes que ahora) y donde ellos hacían noche, o como se dice en aragonés “feban mallata”. Más de uno, y de una, se pasaría la noche con el oído abierto, alerta al mínimo suspiro de los perros, confiando en que, llegado el momento, el mastín ganara la lucha al oso.
Porque el rebaño, además de estar compuesto de ovellas y crabas, tenía los canes de chira (perros de carea) y unos buenos mastines. Los mastines iban equipados de collares diseñados para la ardua tarea de protegerse del oso. Y, cuentan, que llegado el momento el mastín del Pirineo solía ganarle la batalla al oso.
Si traducimos cubilar por refugio, podemos decir que mallata sería algo aproximado a la majada. Aunque la majada tiene también esa versión portátil de mover las mallas a la parcela contigua con la finalidad de que el ganado duerma en toda la superficie de la majada, de forma que el estiércol se reparta equitativamente por el terreno, fertilizándolo y estimulando la producción de humus. Sin embargo, la mallata no incluye esta acepción, siendo estática.

Reconstrucción de una mallata en el Parque Nacional de Ordesa.
Habrá quien me diga que en algunos lugares llaman también a las mallatas, cubilares, y que por tanto son sinónimos, pero no es así. Según recogen José Luis Acín y Enrique Satué, “el cubilar no es más que un prado generalmente insertado en un pinar, donde el ganado “hace tiempo” al subir o bajar de los puertos”. Un estado intermedio. Una pausa en el camino. Un refugio en el bosque.
Cuentan también Acín y Satué que “el refugio pastoril de la mallata tiene un alto interés filogenético en cuanto nos señala lo que sería el primer estadio de la casa pirenaica (refugio-borda-casa)”. Así, según las características de cada valle, encontramos construcciones más o menos innovadoras
Pero volviendo a las noches estrelladas de la mallata, a hacer mallata, a fer mallata, es curioso que en aragonés se ha quedado el uso de “fer mallata” como pasar la noche fuera, a la intemperie. Y, en realidad, no hay nada más poético, ni más hermoso, que una noche en un puerto de alta montaña, observando desde la protección de las losas de la mallata el cielo repleto de astros, el olor del verano, con el sonido de las esquilas de fondo.
Así que, hasta que pase el otoño, y el invierno, y vuelva el calor y podamos subir a puerto otra vez, os invito a quedaros aquí, en estas letras, “fendo mallata” virtualmente y sumergiéndonos en las profundidades de la montaña desde este refugio en la red. Hagamos mallata. Faigamos mallata.