Escribo estas letras rodeada de piedras que acumulan más historia que polvo, que esconden el sudor de las personas que habitaron este lugar antes de que llegáramos nosotros, y que conservan orgullosas unas rayas que indicaban el número de pacas de paja que hacían cada año. Lo construyeron y llenaron de vida aprovechando todo lo posible los recursos que les ofrecía el territorio, siempre de forma sostenible. Siempre poniendo por delante la casa, antes que a las personas.
Hoy quiero compartiros una palabra hecha de piedras que murmuran historias que han escuchado desde hace siglos. Historias, que igual que los usos que le han dado a este espacio, han cambiado con el paso del tiempo. Me encuentro entre unas paredes que han oido conversaciones sobre acordar matrimonios, de cazas de lobos, historias de gente que se fue y nunca más volvió, y que ahora escuchan los lloros y risas de mi hija.
Las cosas han cambiado mucho en muy poco tiempo.
Estas paredes, que se han convertido en mi casa, han sido hasta hace muy poco la casa de los aperos de labranza, del trillo, de las gallinas, del heno… Sus puertas han presenciado diferentes huertos y han visto trillar a varias generaciones. A menudo me pregunto cuántas variedades diferentes de plantas habrán crecido en esta tierra que yo piso, qué animales se habrán alimentado en esta era e incluso fantaseo con la posibilidad de encontrar en ella algún día alguna semilla intacta que por razones extrañas haya preferido no medrar, no evolucionar, y permanecer quieta para siempre hasta que unas manos la recojan y vuelvan a sembrarla y devolver la fuerza de su genética a la tierra.
La borda:
Ese espacio único,
esa palabra mágica común a todos los territorios pirenaicos. Tan presente en nuestro vocabulario como desconocida es su importancia en la conservación de una cultura en extinción, de un paisaje en desaparición.
Carlos Ferrer dice de ellas en su Diccionario de Pascología, que “normalmente eran construcciones de piedra de dos plantas con tejado de pizarra: en la planta alta se almacenaba el heno y se guardaban los aperos de siega y henificación y en la planta baja se ubicaba el ganado. Un sistema de bordas permitía tener el ganado fuera del pueblo e irlo trasladando de una a otra para pastar, fertilizar y estercolar los prados y, en invierno, consumir el heno almacenado. Como principal inconveniente del sistema estaba la necesidad de acceder a las bordas desde el pueblo, cuestión que resultaba complicada cuando caían grandes nevadas. El origen de la palabra borda parece estar en el francés bordé referido a un terreno cercado”.
Un sistema que cuidaba plantas, animales e incluso personas en un tiempo en el que no se podía entender la agricultura sin la ganadería y viceversa. Pensado en la rotación organizada. Ahora hablamos de pastoreo Voisin, custodia del territorio, compost, conservación paisajística… Antes lo llamaban vida. Así, sin más. Libre de plásticos, de aditivos, y por supuesto que de OMG.
Las bordas eran la base que garantizaba la sostenibilidad ambiental, social y económica de una sociedad asentada en un territorio de difícil orografía y peor tiempo atmosférico. Y son, sin ninguna duda, un patrimonio a conservar para poder garantizar un futuro rural sostenible a estas tierras pirenaicas. Un ecosistema de bordas, un sistema ‘eco’ de bordas.